miércoles, 28 de marzo de 2012
Ojos que no ven; Corazón que sí siente.
Podría decirse que mi hábitat natural, de algún modo, acabó siendo la noche. Vivía las madrugadas hasta que el sol rozaba el horizonte con sus rayos y rasgaba el cielo, convirtiéndolo así en una eterna paleta de colores.
Sólo me quedaba un rato más para ''observar'' como el pálido lila y el vívido naranja hacían esa increíble mezcla perfecta entre ellos, esa fusión maestra. Sonreía de lado y en ocasiones, no sé bien si por el cansancio acumulado o por la emoción del instante, una pequeña lágrima surcaba senderos mejillas abajo.
Mientras tanto, durante las horas cubiertas de polvo de estrellas, yo vagaba por las calles angostas de esa ciudad, adoquines descarriados bajo mis pies, y luces de neón que que cubrían todo con su luz. Colillas de cigarrillos se amontonaban, peleándose unas con otras en las esquinas de las calles. Inhalaba el aire nocturno. Era puro, era fresco, era frio. Cerraba los ojos, y una sucesión de imágenes se me venían a la mente, agolpándose, dándose patadas para ir pasando cada vez más rápido. De pronto, un sonido metálico me hizo volver en mi, a la tierra que tanto odiaba, al mundo al que en realidad, creía, no pertenecía. Siempre había pensado, que vivía de noche, porque no soportaba a la gente, y por eso evitaba al sol y lo que ello conllevaba. Llevar una vida común, normal; convivir con el resto de los mortales. No era cierto. Ese no era el verdadero motivo que me impulsaba a hacerlo. Pero eso ya lo descubriría más tarde. Levanté la vista, pero no vi nada. Ceguera la llamaban. Yo no la puse nunca nombre. Siempre me había gustado llamar a las cosas por otro nombre; ''eufemizandolas'' digamos. Pero la realidad era tan cruda, tan dura, tan desalentadoramente verdadera. Temía a la verdad, porque ello siempre implicaba problemas, y más en mi caso. Me negaba a ver las cosas como eran. Sí. También en el sentido literal de la palabra.
Después del accidente, mis manos, acabaron por convertirse en lo que antes fueron mis ojos. Y mi memoria; mi memoria siempre ahí. Para rememorar los colores, las formas, las sombras y los contraluces, los cambios de tonalidad, el surco, la herida; las cenizas de lo que antes era vida.
Ahora veía el mundo de otra manera. Mi mundo se guíaba por rugosidades, por tactos, por presiones e impresiones. Olores. Los olores eran mis nuevos colores, sólo que sin esa c, la ''c'' de ceguera. Sí.
Recuerdo que aquella noche olía a patatas fritas rancias. Por extraño que parezca, me encantaba ese olor. Era peculiar. Siempre que entraba en aquel bar, y pedía una ranción de patatas con queso, la boca se me hacía agua.
Eran mis pequeñas rutinas. Esa, y el banco de la esquina de aquel parque. Era mi pequeño punto de referencia. Pasaba gran parte de mis noches allí, hasta que calculaba que pasadas dos o tres horas, el alba se acercaba, acechando tras las montañas. Desde aquel banco, que mi memoria recordaba verde intenso, veía todo el parque, como en años atrás. Me descalzaba las roídas zapatillas de loneta grises y sentía el tacto de la hierba bajo mis pies.
Durante todas esas noches, la luna se convirtió en mi amiga. La susurraba secretos al oído, la consolaba con palabras de cariño. La sonreía y la lloraba. Y pensaba en mi antes, y en ese después rotundo e irrefutable.
Esa noche fue distinta. Esa noche cambió la panorámica de mi mundo, la perspectiva de mi existencia.
Después del sonido sordo y metálico, mis pies, como poseídos, tiraron hacia delante, paso tras paso, guiándose por el sonido de lo que parecía un contenedor de basura.
Me pareció llegar a un callejón. Mi bastón y mis manos no decían lo contrario.
Un hedor desagradable me inundo las narices. Olía a yogur agrio y a pescado podrido. Alguien rebuscaba entre la basura, lo notaba, notaba su presencia, y esa presencia era extraña, peligrosa en cierto modo. Un nudo se me ato a la garganta sin querer soltarse y de pronto, sin yo darme cuenta, algo que no era un nudo, se apoderó también de mi garganta. Era el filo de una navaja.
Las siguientes frases podrían haber sido un ''La bolsa o la vida'', pero ya no lo recuerdo. Fue todo tan intenso, que al final, acabé por desmayarme. Retales de una vida pasaron por mis ojos invidentes en milésimas de segundos. Tan solo recuerdo el sonido sordo de monedas en el suelo y alguien que corría lejos.
Al día siguiente, la luz del sol me despertó. Ese sol con el cual si concebía vida. Me ardía la frente, y las heridas internas. Me frote la cara con las manos, y fue entonces cuando como si de un milagro se tratase, volví a ver. Fue como si Jesús hubiera susurrado en mi oído un ''Lázaro, levántate y anda'', pero no tan literal.
Por su puesto, no veía; pero empecé a ver más allá de todo lo material. Hacía unas horas estaba a punto de perder la vida, y ahora, aquí estaba. Sin ojos, pero con vista. Me acordé de todo aquello que conseguía arrancarme una sonrisa de los labios, y como por inercia, empecé a sonreir, sin motivo alguno.
Aquel día, una luz se encendió en el mundo. La luz de mi mundo.
Un Edison que muere y una bombilla que se enciende.
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